Tenía pelo dorado
Cuento por Carlos Anriquez
Quiero encontrarla nuevamente. Por eso durante varios fines de semana, he caminado en una y otra dirección del Forestal, mirando a toda joven rubia que caminara cerca de mí. Quisiera haberla fotografiado, pero no tengo nada más que la memoria para recordar sus rasgos que lentamente se difuminaban en el tiempo.
En el bolsillo llevo la postal “Gracias por esa tarde, Carlos. Te aseguro que eres un hombre fuerte.” Luego el dibujo de mi rostro con expresión de concentrada búsqueda y su nombre en el pié, como firma de autora.
Volví al domingo de finales de marzo en que se originó esa postal y el recuerdo extraño para un hombre de mi edad. Lo que había comenzado como un descubrimiento de luz en medio del otoño que invadía el entorno, había seguido como una deliciosa conversación sobre la creatividad y el arte, terminando con un despertar en la cama de mi dormitorio mirando el pelo rubio en esa tez morena, nacida de una princesa mapuche y un consultor de asistencia técnica alemán, enmarcando unos ojos verde celestes increíblemente luminosos que dormía desnuda, plácidamente a mi lado.
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El día estaba gris. Los días grises son extraños, porque hay luz, pero nada se ilumina, el sol se puede sentir, pero nada brilla a tu alrededor y el ambiente se torna tristón y poco estimulante.
El parque es largo, pero no ancho, es decir, desde un costado se alcanza a ver con nitidez lo que ocurre en el otro lado y entonces dominas todo el panorama a lo ancho, pero no a lo largo. Caminas – yo con mis años, lento – para ir descubriendo que hay más allá, hacia adelante. Por eso creo que caminar por el parque es como ir por la vida. Las cosas van cambiando y lo que te encuentras hacia adelante también hace cambiar lo que ves hacia los lados.
A pesar del día, había mucha gente paseando o bien sentados en los bancos de madera y concreto que se sitúan a los costados de los tres caminitos a lo largo. Curiosamente, los rostros parecían estar invadidos por el tono grisáceo de la luz del sol teñido por las nubes aparentemente inmóviles que se habían apoderado del cielo. Las parejas miraban hacia adelante, mientras que en los días luminosos, se miran entre ellos. Otros caminaban, tomados de la mano, en silencio y expresiones de seriedad y concentración. Eleanor Rigby me resonaba en la memoria: “Ah, look at all that lonely people. Where do they all come from? All this lonely people. Where all they belong?
Por eso, entrecerré los ojos y adelanté el rostro cuando la vi aparecer. ¿Era rubia? Más que eso, era un pelo dorado. Sospeché un teñido que falseara la imagen. La seguí con la vista durante el lapso necesario para convencerme que efectivamente ese pelo ere de verdad dorado, pero su tez, morena. Era joven, alta, es decir, de mi propia estatura, (que a pesar de mis seis décadas, sigue siendo sobre el promedio) esbelta y muy bien formada. Me propuse la hipótesis de que era una joven y moderna jogger que tras la etapa de trote había bajado la velocidad y retomaba energías para volver a trotar. Pero no, no transpiraba y su vestimenta si bien ceñida, no era deportiva. Sencillamente caminaba lenta y relajadamente por el parque en el sentido exactamente opuesto al mío, de modo que dispondría de poco tiempo para observarla. Instintivamente comencé a silbar la melodía de la pieza de los Beatles cuando casi estábamos lado a lado. Torció la cabeza y sonrió.
- ¿Te la sabes completa? – tenía una voz algo ronca, pero no oscura. Cautivadora, diría yo, que solo me permitía un camino: responderle directamente.
- Ahá. Toda. ¿Cómo la conoces? No es para tu edad.
- Los Beatles son para toda edad. “Ah, look at all that lonely people…” susurró melódicamente.
- Eso es lo que hago: mira a tu alrededor. –
- Venía pensando en eso cuando oí tu silbido.
- Soy Carlos
- Soy Ayelén
- Mmmm. ¿Qué quiere decir tu nombre? ¿Es mapudungun?
- Es mapudungun. Significa Alegría.
- Te viene. Te viene.
Nos habíamos detenido y repentinamente se produjo uno de esos silencios que si se extienden son incómodos. Sonreímos y encogí los hombros.
- ¿Un café? – Fue tan espontanea mi invitación que hasta yo me sorprendí. Pero ya estaba lanzada.
Ayelén miró a nuestro alrededor y descubrió unas mesitas dispersas en la vereda al otro lado de la calle. Me miró sonriente y respondió afirmativamente moviendo enérgicamente la cabeza.
- Ese parece un café poético. Si es allí, acepto.
- No podría ser en otro lugar.
Pidió un cortado grande y una media luna. Yo pedí un capucino con crema. La volví a mirar apreciativamente. Podía ser mi nieta. Me sentí algo ridículo. ¿Qué estaba haciendo con una joven desconocida en un café desconocido del Forestal?
- Te llamas Carlos. Significa fuerte. Es un lindo nombre, me gusta.
- ¿Y eso cómo lo supiste?
- Mi viejo es alemán. Es un nombre de origen germano. Pero dime ¿Qué haces?
- Escribo. Y camino por el parque de vez en cuando. Miro a la gente: busco temas en ellos.
- ¡Qué bien! ¿Necesitas una ilustradora de…? ¿Qué escribes? – Ayelén era espontanea, sin duda. – Soy impulsiva ¿sabes? Pero además, porfiada. ¿Crees que sea una buena mezcla?
- Toda mezcla es buena si es auténtica. No hay problema.
- Bueno – lo dijo asintiendo – me gusta ese refuerzo. Y no sé por qué me encanta que me refuercen mis rasgos – agregó con un tono de ingenua sinceridad. Pero, dime, ¿qué escribes?
- Cuentos y una larga novela que me ha llevado algunos años de batalla para terminarla.
- Bueno, yo soy ilustradora, es decir, estudio Artes. Pero mis dibujos me nacen desde hace años, antes del Colegio.
- Tengo cuentos para ilustrar, pero ¿puedes darme una idea de tu estilo?
Tomó una servilleta. Sacó un lápiz de tinta gel azul brillante de un bolsillo de su ceñida blusa y en menos de un minuto, vi una imagen conocida en el papel: era yo, con una expresión de curiosidad, el ceño fruncido y los ojos entrecerrados.
- ¿Así me viste? – Pregunté concentrado en la imagen.
- Así te veo. Mirando curioso a tu alrededor. Así me miraste… eres inquisitivo, seguramente cada cosa que ves te trae preguntas a la mente… ese eres tú.
- Te miré porque cualquiera te habría mirado como yo.
- ¡Otro refuerzo! ¡Lindo! – Logró hacerme reir alegremente.
- Soy inquisitivo – respondí – me hago preguntas, pero nunca encuentro las respuestas. Por eso escribo, para dejar testimonio de las preguntas. Me gustó tu caracterización. ¿Me regalas ese dibujo?
- Te puedo hacer uno mejor y más grande.
- No tendría frescura, quizás pueda ser mejor en la técnica, pero no en el impulso creador ¿sabes? Esa es la parte más potente del arte, el impulso inicial de la creación. Prefiero la servilleta.
- De acuerdo, comparto tu idea. Pero, el arte es también esfuerzo, digo… dedicación y motivos, o no llega a ser buen arte.
- Me sorprende el término. Explícate.
- ¿Qué quieres que te explique?
- Ese término: “buen arte.” Normativo, me preocupa.
- No, no te preocupes, es como superarse a sí misma, a avanzar cada día más hacia lo que sientes que puedes lo que quieres expresar. ¿Cuántas veces revisas y corriges tus originales?
- Cada vez que los leo los corrijo, los reordeno, los cambio y a veces, qué quieres que te diga, los quemo.
Ayelén tomó otra servilleta y tras unos esbozos me la pasó. Era yo a lado de una humeante fogata en que ardían papeles arrugados. La tomó nuevamente, realizó otros trazos y volvió a ponerla ante mis ojos: se había agregado ella a mi lado, mientras en la pira ahora se quemaba además una imagen enmarcada.
- Tú y yo somos artistas ardientes. Quemamos lo que creamos para crecer y crear más. ¿Me explico?
- No quemo todo, niña, quemo solo aquello que no me hace feliz de leer.
- ¿Por qué me dijiste niña?
- ¿Qué edad tienes?
- 24. ¿Te gustaría una respuesta como “no quemo todo, viejo lindo”?
- Provocadora… mmmm. No me gustó la idea. Retiro la niña.
Su risa nuevamente fue espontanea, cristalina y envolvente. Me obligó a sonreír mientras la seguía con la mirada, echada hacia atrás, derrochando alegría. Finalmente también me reí, pero volví a mi estado de seriedad, pasando en el retornó brevemente por una sonrisa relajada.
- A ver, Carlos, tenemos que avanzar en esto. Quiero leer al menos un cuento tuyo. Y mostrarte alguna de mis imágenes.
- Para leer un cuento mío, tendría que llevarte a mi blog literario.
- ¿Hay otros blogs? – Ayelén leía la parte oculta de los mensajes, los leía completos. Me gustó esa filosa habilidad y asentí con la cabeza.
- Reflexiones, comentarios, otros, que no son tan importantes.
- Mmmm. Esos los vamos a leer después. Me intimidan un poco.
- Veamos – Saqué el celular y bajé uno de mis cuentos de vidas mágicas y se lo pasé.
Leyó atentamente, concentrada y expresivamente.
- Me encantó. Me metí en la magia del cuento. Es impresionante, Carlos, puedo ilustrarlo, pero necesito reflexionar y probar, quizás tenga que quemar un par de intentos, no se….
Se rascó suavemente la barbilla, siempre mirando el equipo.
- ¿Vives cerca? – En ese momento, sí, debo admitirlo, me sorprendí y la quedé mirando.
- No hago nada, cálmate.
- Estoy calmado. Y vivo a dos cuadras. Tienes las puertas abiertas. Pero ¿qué necesitas?
- Solo más papel y tú, como buen escritor, seguramente tienes en abundancia. – Me miraba sonriendo y esa sonrisa era el complemento perfecto para su voz y sus ojos.
El camino fue alegre. Nuestra conversación era sorprendentemente complementaria en la ironía con que cada uno mirábamos la vida. Solo que ella era 40 años menor. Me pareció un ser de otro mundo quizás, que había logrado crear el mundo de sueños y juicios de la vida que a mí me había costado 60 años, tres matrimonios, cuatro hijos y 40 años de trabajo académico en la Universidad, que estaba llegando a su fin por mi propia voluntad.
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Tenía ante mí la imagen perfecta de la magia que quería retratar en el cuento: personas de la dimensión habitual de nuestras vidas que se encuentran en un mundo mágico que los destruye por no saber asumir otra dimensión de la vida y la cultura humanas. Ayelén era ferozmente perceptiva. Trabajó concentrada y en silencio. No tuvo necesidad de corregir, ni de destruir, solo mirar, de vez en cuando atentamente los miles de detalles explícitos e implícitos de la imagen para agregar algún otro trazo.
Serví un wiskhy sour para mí y le consulté que tomaba.
- Leche – respondió. Sonreí y asentí moviendo suavemente la cabeza. Le serví un vaso alto de leche fría.
- Dime… ese dibujo, esa imagen… ¿me puedes explicar cómo la lograste? ¿Puedes leer la mente?
- Leí el cuento. Todo…
- Si, ya lo vi. Lees todo, lo que dice y lo que no dice, el mensaje completo. ¿Es eso?
- ¿Cómo lo supiste?
- Ya lo hiciste, no lo adiviné, te vi hacerlo.
- Eres observador, por eso escribes bien y tus temas son… – dudó – son… tan humanos, tan hondos.
- ¡Oye! Leíste un solo cuento.
- Y ya sé sobre qué escribes. Me gustas.
- ¿Te gusta lo que escribo?
- También.
- …
- Me gustas tú. Eleanor Rigby es una pieza que pocos conocen y menos interpretan. Y no tienes rollos… eres muy libre… me gustas por eso. Y lo que escribes tiene que ver con esa mirada de la vida y la gente. Te sales del canon…
- Nos salimos, hay simetría…
- Nooo, no digas eso… suena geométrico…
- ¿Cómo lo calificarías?
- No lo califiquemos… no te pongas escritor en este momento…
- Alegría… me gusta tu nombre… te refleja… – la tomé de la mano, la traje y la besé. Olvide la edad y todo lo demás…
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Se marchó en la mañana. Un largo beso y un abrazo fueros su despedida.
- La imagen te la regalo, es tuya. No cobro derechos. – Volvió a reír cristalinamente y salió.
- Te veré de nuevo.
- Sin duda, pero no sé cuándo. Carlos: hombre fuerte. Me gusta tu nombre.
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Por eso durante varios fines de semana, he caminado en una y otra dirección del Forestal, mirando a toda joven rubia que caminara cerca de mí. A veces quisiera haberla fotografiado, pero no tenía nada más que mi memoria para recordar sus rasgos que lentamente se difuminan en el tiempo.
La Florida, 14 de Marzo de 2015