Wednesday, May 3, 2023

 

Tenía pelo dorado


Cuento por Carlos Anriquez

Quiero encontrarla nuevamente. Por eso durante varios fines de semana, he caminado en una y otra dirección del Forestal, mirando a toda joven rubia que caminara cerca de mí. Quisiera haberla fotografiado, pero no tengo nada más que la memoria para recordar sus rasgos que lentamente se difuminaban en el tiempo.
En el bolsillo llevo la postal “Gracias por esa tarde, Carlos. Te aseguro que eres un hombre fuerte.” Luego el dibujo de mi rostro con expresión de concentrada búsqueda y su nombre en el pié, como firma de autora.
Volví al domingo de finales de marzo en que se originó esa postal y el recuerdo extraño para un hombre de mi edad. Lo que había comenzado como un descubrimiento de luz en medio del otoño que invadía el entorno, había seguido como una deliciosa conversación sobre la creatividad y el arte, terminando con un despertar en la cama de mi dormitorio mirando el pelo rubio en esa tez morena, nacida de una princesa mapuche y un consultor de asistencia técnica alemán, enmarcando unos ojos verde celestes increíblemente luminosos que dormía desnuda, plácidamente a mi lado.
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El día estaba gris. Los días grises son extraños, porque hay luz, pero nada se ilumina, el sol se puede sentir, pero nada brilla a tu alrededor y el ambiente se torna tristón y poco estimulante.
El parque es largo, pero no ancho, es decir, desde un costado se alcanza a ver con nitidez lo que ocurre en el otro lado y entonces dominas todo el panorama a lo ancho, pero no a lo largo. Caminas – yo con mis años, lento – para ir descubriendo que hay más allá, hacia adelante. Por eso creo que caminar  por el parque es como ir por la vida. Las cosas van cambiando y lo que te encuentras hacia adelante también hace cambiar lo que ves hacia los lados.
A pesar del día, había mucha gente paseando o bien sentados en los bancos de madera y concreto que se sitúan a los costados de los tres caminitos a lo largo. Curiosamente, los rostros parecían estar invadidos por el tono grisáceo de la luz del sol teñido por las nubes aparentemente inmóviles que se habían apoderado del cielo. Las parejas miraban hacia adelante, mientras que en los días luminosos, se miran entre ellos. Otros caminaban, tomados de la mano, en silencio y expresiones de seriedad y concentración. Eleanor Rigby me resonaba en la memoria: “Ah, look at all that lonely people. Where do they all come from? All this lonely people. Where all they belong?
Por eso, entrecerré los ojos y adelanté el rostro cuando la vi aparecer. ¿Era rubia? Más que eso, era un pelo dorado. Sospeché un teñido que falseara la imagen. La seguí con la vista durante el lapso necesario para convencerme que efectivamente ese pelo ere de verdad dorado, pero su tez, morena. Era joven, alta, es decir, de mi propia estatura, (que a pesar de mis seis décadas, sigue siendo sobre el promedio) esbelta y muy bien formada. Me propuse la hipótesis de que era una joven y moderna jogger que tras la etapa de trote había bajado la velocidad y retomaba energías para volver a trotar. Pero no, no transpiraba y su vestimenta si bien ceñida, no era deportiva. Sencillamente caminaba lenta y relajadamente por el parque en el sentido exactamente opuesto al mío, de modo que dispondría de poco tiempo para observarla. Instintivamente comencé a silbar la melodía de la pieza de los Beatles cuando casi estábamos lado a lado. Torció la cabeza y sonrió.
-          ¿Te la sabes completa? – tenía una voz algo ronca, pero no oscura. Cautivadora, diría yo, que solo me permitía un camino: responderle directamente.
-          Ahá. Toda. ¿Cómo la conoces? No es para tu edad.
-          Los Beatles son para toda edad. “Ah, look at all that lonely people…” susurró melódicamente.
-          Eso es lo que hago: mira a tu alrededor. –
-           Venía pensando en eso cuando oí tu silbido.
-          Soy Carlos
-          Soy Ayelén
-          Mmmm. ¿Qué quiere decir tu nombre? ¿Es mapudungun?
-          Es mapudungun. Significa Alegría.
-          Te viene. Te viene.
Nos habíamos detenido y repentinamente se produjo uno de esos silencios que si se extienden son incómodos. Sonreímos y encogí los hombros.
-          ¿Un café? – Fue tan espontanea mi invitación que hasta yo me sorprendí. Pero ya estaba lanzada.
Ayelén miró a nuestro alrededor y descubrió unas mesitas dispersas en la vereda al otro lado de la calle. Me miró sonriente y respondió afirmativamente moviendo enérgicamente la cabeza.
-          Ese parece un café poético. Si es allí, acepto.
-          No podría ser en otro lugar.
Pidió un cortado grande y una media luna. Yo pedí un capucino con crema. La volví a mirar apreciativamente. Podía ser mi nieta. Me sentí algo ridículo. ¿Qué estaba haciendo con una joven desconocida en un café desconocido del Forestal?
-          Te llamas Carlos. Significa fuerte. Es un lindo nombre, me gusta.
-          ¿Y eso cómo lo supiste?
-          Mi viejo es alemán. Es un nombre de origen germano. Pero dime ¿Qué haces?
-          Escribo. Y camino por el parque de vez en cuando. Miro a la gente: busco temas en ellos.
-          ¡Qué bien! ¿Necesitas una ilustradora de…? ¿Qué escribes? – Ayelén era espontanea, sin duda. – Soy impulsiva ¿sabes? Pero además, porfiada. ¿Crees que sea una buena mezcla?
-          Toda mezcla es buena si es auténtica. No hay problema.
-          Bueno – lo dijo asintiendo – me gusta ese refuerzo. Y no sé por qué me encanta que me refuercen mis rasgos – agregó con un tono de ingenua sinceridad. Pero, dime, ¿qué escribes?
-          Cuentos y una larga novela que me ha llevado algunos años de batalla para terminarla.
-          Bueno, yo soy ilustradora, es decir, estudio Artes. Pero mis dibujos me nacen desde hace años, antes del Colegio.
-          Tengo cuentos para ilustrar, pero ¿puedes darme una idea de tu estilo?
Tomó una servilleta. Sacó un lápiz de tinta gel azul brillante de un bolsillo de su ceñida blusa y en menos de un minuto, vi una imagen conocida en el papel: era yo, con una expresión de curiosidad, el ceño fruncido y los ojos entrecerrados.
-          ¿Así me viste? – Pregunté concentrado en la imagen.
-          Así te veo. Mirando curioso a tu alrededor. Así me miraste… eres inquisitivo, seguramente cada cosa que ves te trae preguntas a la mente… ese eres tú.
-          Te miré porque cualquiera te habría mirado como yo.
-          ¡Otro refuerzo! ¡Lindo! – Logró hacerme reir alegremente.
-          Soy inquisitivo – respondí – me hago preguntas, pero nunca encuentro las respuestas. Por eso escribo, para dejar testimonio de las preguntas. Me gustó tu caracterización. ¿Me regalas ese dibujo?
-          Te puedo hacer uno mejor y más grande.
-          No tendría frescura, quizás pueda ser mejor en la técnica, pero no en el impulso creador ¿sabes? Esa es la parte más potente del arte, el impulso inicial de la creación. Prefiero la servilleta.
-          De acuerdo, comparto tu idea. Pero, el arte es también esfuerzo, digo… dedicación y motivos, o no llega a ser buen arte.
-          Me sorprende el término. Explícate.
-          ¿Qué quieres que te explique?
-          Ese término: “buen arte.” Normativo, me preocupa.
-          No, no te preocupes, es como superarse a sí misma, a avanzar cada día más hacia lo que sientes que puedes lo que quieres expresar. ¿Cuántas veces revisas y corriges tus originales?
-          Cada vez que los leo los corrijo, los reordeno, los cambio y a veces, qué quieres que te diga, los quemo.
Ayelén tomó otra servilleta y tras unos esbozos me la pasó. Era yo a lado de una humeante fogata en que ardían papeles arrugados. La tomó nuevamente, realizó otros trazos y volvió a ponerla ante mis ojos: se había agregado ella a mi lado, mientras en la pira ahora se quemaba además una imagen enmarcada.
-          Tú y yo somos artistas ardientes. Quemamos lo que creamos para crecer y crear más. ¿Me explico?
-          No quemo todo, niña, quemo solo aquello que no me hace feliz de leer.
-          ¿Por qué me dijiste niña?
-          ¿Qué edad tienes?
-          24. ¿Te gustaría una respuesta como “no quemo todo, viejo lindo”?
-          Provocadora… mmmm. No me gustó la idea. Retiro la niña. 
Su risa nuevamente fue espontanea, cristalina y envolvente. Me obligó a sonreír mientras la seguía con la mirada, echada hacia atrás, derrochando alegría. Finalmente también me reí, pero volví a mi estado de seriedad, pasando en el retornó brevemente por  una sonrisa relajada.
-          A ver, Carlos, tenemos que avanzar en esto. Quiero leer al menos un cuento tuyo. Y mostrarte alguna de mis imágenes.
-          Para leer un cuento mío, tendría que llevarte a mi blog literario.
-          ¿Hay otros blogs? – Ayelén leía la parte oculta de los mensajes, los leía completos. Me gustó esa filosa habilidad y asentí con la cabeza.
-          Reflexiones, comentarios, otros, que no son tan importantes.
-          Mmmm. Esos los vamos a leer después. Me intimidan un poco.
-          Veamos – Saqué el celular y bajé uno de mis cuentos de vidas mágicas y se lo pasé.
Leyó atentamente, concentrada y expresivamente.
-          Me encantó. Me metí en la magia del cuento. Es impresionante, Carlos, puedo ilustrarlo, pero necesito reflexionar y probar, quizás tenga que quemar un par de intentos, no se….
Se rascó suavemente la barbilla, siempre mirando el equipo.
-          ¿Vives cerca? – En ese momento, sí, debo admitirlo, me sorprendí y la quedé mirando.
-          No hago nada, cálmate.
-          Estoy calmado. Y vivo a dos cuadras. Tienes las puertas abiertas. Pero ¿qué necesitas?
-          Solo más papel y tú, como buen escritor, seguramente tienes en abundancia. – Me miraba sonriendo y esa sonrisa era el complemento perfecto para su voz y sus ojos.
El camino fue alegre. Nuestra conversación era sorprendentemente complementaria en la ironía con que cada uno mirábamos la vida. Solo que ella era 40 años menor. Me pareció un ser de otro mundo quizás, que había logrado crear el mundo de sueños y juicios de la vida que a mí me había costado 60 años, tres matrimonios, cuatro hijos y 40 años de trabajo académico en la Universidad, que estaba llegando a su fin por mi propia voluntad. 
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Tenía ante mí la imagen perfecta de la magia que quería retratar en el cuento: personas de la dimensión habitual de nuestras vidas que se encuentran en un mundo mágico que los destruye por no saber asumir otra dimensión de la vida y la cultura humanas. Ayelén era ferozmente perceptiva. Trabajó concentrada y en silencio. No tuvo necesidad de corregir, ni de destruir, solo mirar, de vez en cuando atentamente los miles de detalles explícitos e implícitos de la imagen para agregar algún otro trazo.
Serví un wiskhy sour para mí y le consulté que tomaba.
-          Leche – respondió. Sonreí y asentí moviendo suavemente la cabeza. Le serví un vaso alto de leche fría.
-          Dime… ese dibujo, esa imagen… ¿me puedes explicar cómo la lograste? ¿Puedes leer la mente?
-          Leí el cuento. Todo…
-          Si, ya lo vi. Lees todo, lo que dice y lo que no dice, el mensaje completo. ¿Es eso?
-          ¿Cómo lo supiste?
-          Ya lo hiciste, no lo adiviné, te vi hacerlo.
-          Eres observador, por eso escribes bien y tus temas son…  – dudó – son… tan humanos, tan hondos.
-          ¡Oye! Leíste un solo cuento.
-          Y ya sé sobre qué escribes. Me gustas.
-          ¿Te gusta lo que escribo?
-          También.
-          
-          Me gustas tú. Eleanor Rigby es una pieza que pocos conocen y menos interpretan. Y no tienes rollos… eres muy libre… me gustas por eso. Y lo que escribes tiene que ver con esa mirada de la vida y la gente. Te sales del canon…
-          Nos salimos, hay simetría…
-          Nooo, no digas eso… suena geométrico…
-          ¿Cómo lo calificarías?
-          No lo califiquemos… no te pongas escritor en este momento…
-          Alegría… me gusta tu nombre… te refleja…  – la tomé de la mano, la traje y la besé. Olvide la edad y todo lo demás…
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Se marchó en la mañana. Un largo beso y un abrazo fueros su despedida.
-          La imagen te la regalo, es tuya. No cobro derechos. – Volvió a reír cristalinamente y salió.
-          Te veré de nuevo.
-          Sin duda, pero no sé cuándo. Carlos: hombre fuerte. Me gusta tu nombre.
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Por eso durante varios fines de semana, he caminado en una y otra dirección del Forestal, mirando a toda joven rubia que caminara cerca de mí. A veces quisiera haberla fotografiado, pero no tenía nada más que mi memoria para recordar sus rasgos que lentamente se difuminan en el tiempo.

La Florida, 14 de Marzo de 2015

Sunday, March 22, 2020

Chiloé es una tierra de maravillas. No solo por sus paisajes. Su gente y sobre todo, lo que ella trasmite, leyendas, mitos, costumbres y lenguaje, hace del archipielago un lugar de ensueños y de misterios.

Les dejo para leer, un cuento nacido en alguno de mis muchos viajes a Chiloé, en el que los mitos chilotes se adentran en la vida de los visitantes.

Espero que lo disfruten.


La noche del basilisco.
(Un cuento por Carlos Anríquez)


Un sonido de tierra removida y quejidos estertorosos los sobresaltó.

- Pato, ¿escuchaste? ¿Qué fue eso? – La voz le tiritaba – Me asusta tanta oscuridad que hay afuera. Mira, ¿qué es eso como alarido que suena?

- Es viento, flaca, cálmate. –

El viento pasaba por entre los enormes cipreses alrededor del claro de bosque en que estaba la carpa, sonando lúgubre, ronco, atemorizante. Hacía frío. Entre el ruido del viento, sobresalía el golpeteo rítmico de las gotas que caían desde las copas de los árboles. Repentinamente, un tirante del techo comenzó a golpear la carpa reiteradamente. El viento crecía minuto a minuto. Finalmente, el constante golpeteo lo impulsó a levantarse para ir a afirmar los tirantes de la carpa y terminar con el ruido que no los dejaría dormir.

Comenzó a revisar la linterna. Nuevamente, más cerca aún, el sonido de cuerpo arrastrándose se dejó sentir.

Detenido en la acción de apretar la linterna, Pato escuchó con atención.

- ¿Oíste?
- Si, parece una vaca o un ternero, diría yo. Igual voy a ver qué pasa. - Dijo Pato, como para darse ánimo.

Terminó de apretar la linterna y salió, vestido solo con shorts y polera.

- ¡Pato! , ¡Pato! – La voz de Cecilia adquirió un matiz histérico. El silencio siguió a los gritos.

Pato entró a la carpa tiritando.

- ¿Qué pasa? , ¿Qué fue ese ruido?
- No sé. Había una gallina por allí cerca. Estaba como acostada detrás de la carpa, pero se me perdió apenas la ví. La carpa está bien, ajusté los tirantes y quedó “impeque”.
- Cómo va a haber una gallina afuera con este tiempo. Tai loco, Pato.
- Ya acostémonos mejor flaca, que tengo “ofri”
- ¿Pero ese ruido de dónde salió?
- Ya te dije que era una gallina que estaba detrás de la carpa. Debe estar toda asustada, igual que tú, flaca.
- Ya, huevón déjate. Ese ruido no era de gallina. Además que las gallinas hacen “clo-clo”, pu’Pato.
- No sé de qué era. No importa, tengo frío, quiero acostarme.

Se metió en el saco y lo cerró por dentro. Apagó la linterna y nuevamente la agobiadora oscuridad se apoderó de todo el lugar.
Otra vez, el sonido de tierra removida, hojas desplazadas y ripio entrechocando los atrajo saliendo por detrás dela carpa.

- ¡Mi…er…da! – La voz de Pato sonó entrecortada.
- Pato, tengo miedo. Prende la linterna.
- Vamos a gastar la pila, flaca. A lo mejor la necesitamos después. Déjala así no más. Mejor arrímate pa’cá.

La bocina del viento hacía más profunda la oscuridad. El toc-toc constante seguía sonando sobre el techo de la carpa cuando Pato cerró los ojos agotado y entumido. Cecilia solo logró dormitar, sin dormirse totalmente.

- Pato, Pato, despierta.
- ¿Qué?…, ¿Qué?…, ¿Qué pasa?
- Estai tiritando, como si tuvierai fiebre.
- ¡Ah!, sí … sabís que me siento mal. Me duele la cabeza. Debe haber sido la salidita esa a arreglar la carpa. Hacía más frío que la cresta.
- Pato, sabís que estoy sintiendo ruidos debajo de la carpa hace rato. Tengo miedo.
- ¿No te dormiste?
- No huevón. No puedo dormir con esos ruidos de mierda afuera.
- Sabís que me siento re’mal, flaca. ¿Tenemos analgésico?
- ¿Te duele la cabeza?
- Siento el pecho seco, como cuando tenís bronquitis, pero sin flema. –

Emitió una tos seca, mientras los goterones se hacían ahora más fuertes y seguidos, transformándose en lluvia.

- Voy a buscar analgésico. Pero estoy asustá Pato. Mañana nos vamos temprano de aquí, ¿querís?
- Bueno, nos vamos, pero dame algo pa’ la gripe, que me siento mal.

La voz de Pato sonó cascada, como la de un viejo.

- ¿Te duele la garganta también?
- No, me duele todo el pecho, flaca. Me siento pésimo y tengo frío.

Le pasó a tientas una pastilla. Pato se la echó a la boca y luego dijo:

- ¡Cresta! ¿Ahora con qué me la tomo?
- Espérate, te paso un poco de bebida. – Cecilia buscó a tientas nuevamente, sin encontrar la botella. – Prende la linterna, que no veo ná.

Pato prendió la linterna.

- ¡Pato!, ¡Estai pálido!, ¿Qué tenís?
- ¡Me siento mal te dije, oh! Dame luego bebida.
- Ya, toma. Aquí tenís.

Bebió un par de sorbos tragándose la pastilla.

- Ya, ahora déjame dormir. Apaga esa linterna, que tiene poca pila.
- Pato te dije que hay ruidos debajo de la carpa. Tengo miedo.
- Ya flaca, mejor duérmete, que estai disvariando. Me da fiebre a mi y hablai huevás vo’.
- Sabís que no, no vís que este lugar es más oscuro que la cresta y además hay ruidos raros. Tú mismo escuchaste denantes.

El viento sacudió la carpa y soltó un tirante, que comenzó a golpear el cubre carpa.

- Tengo miedo Pato.
- Putas, la que faltaba. Y con esta lluvia, capaz que tenga que salir de nuevo.
- Tambien ‘tai asustado.
- Me sobresalté con el viento.
- Quiero prender la linterna.
- Bueno, préndela un poco, pero la apagai luego, que tenemos que dejar pila hasta que salga el sol.

Cecilia prendió la linterna. Dio un salto, impresionada al mirar a Pato.

- ‘tai más pálido que la cresta.
- Me siento mal, te dije.
- A ver, déjame mirarte de cerca.
- Me duele el pecho. No tengo ganas ni de hablar.
- Mañana nos vamos a Castro a ver un médico, estay mal.
- Bueno, pero ahora quiero dormir. Me importa un coco el tirante suelto.

Se durmió agotado, mientras Cecilia miraba la luz cada vez más tenue de la linterna. Decidió apagarla. La oscuridad se hizo agotadora. El viento seguía silbando y la lluvia rebotaba sobre el cubrecarpa. Miró la hora.

- ¡Mierda!, son recién las 11.

El miedo le apretó la garganta y sintió un vacío en el estómago al recordar los ruidos de un rato atrás. Pato se quejó, revolviéndose en el saco. Agotada también, Cecilia finalmente se durmió. Despertó con los quejidos de Pato y el viento gélido que ingresaba a la carpa. Algo se agitó en la puerta de la carpa. Aguzó la vista y el oído, y alcanzó a escuchar algo que se deslizaba por el suelo al lado afuera.

- Pato, despierta. ¡Despierta! –

Lo movió, pero el muchacho no reaccionó.

- ¡Ya po’ Pato!, ¡despierta! – Nuevamente no reaccionó. Ardía en fiebre.

Prendió la linterna y asustada, lanzó un grito: Pato tenía una faz cadavérica, con enormes ojeras y piel amarillenta. Nuevamente escuchó deslizarse algo alrededor de la carpa.

- ¡Pato, despierta, por la mierda!, ¡Despierta de una vez, Patito!

Pato no despertaba. Respiraba agitada, irregularmente. Cada algunos segundos, emitía un leve quejido. Cecilia entendió que estaba ante un cuadro grave. Algo tenía que hacer. Miró la hora. Las 2 y media de la madrugada. Faltaban varias horas para aclarar. Se movió hacia la puerta de la carpa para echar una mirada al exterior. La sensación de angustia le estaba produciendo un vacío en el pecho y le impedía controlar los movimientos del cuerpo, que tiritaba casi espasmódicamente. Una y otra vez intentó capturar el cierre de la puerta de la carpa, sin lograrlo. Estaba en eso cuando nuevamente escucho, ahora con nitidez, un deslizarse como de culebra o de cuerpo que se arrastraba fuera de la carpa, justo delante del acceso.

Gritó y luego se largó a llorar.

La linterna se extinguía, abandonada al lado del saco de Pato, que no reaccionaba y seguía respirando estertorosamente. El viento reinició su silbido por lo alto. No llovía más. Solo una que otra gota caía desde los árboles. Volvió a gritar, esta vez con terror incontrolable. Se detuvo en su grito repentinamente y todo quedó en silencio. Absoluto silencio, excepto por el deslizarse en el exterior. Incluso el viento había cesado junto con el grito de Cecilia.

Quiso salir corriendo, pero se detuvo. Recordó la absoluta oscuridad del exterior, el frío y la hora. En un arranque de racionalidad, apagó la linterna y se sentó al lado de Pato, con los brazos cruzados en el pecho y tomándose los hombros con ambas manos. No supo cuanto rato se mantuvo en la misma posición. Repentinamente alerta, escucho dentro de la carpa. Pato no respiraba. Nuevamente el terror la aprisionó, paralizándola por unos minutos más. Prendió la linterna y miró a Pato. Estaba con los ojos abiertos, fijos y respiraba tan tenuemente que parecía no respirar.

- Pato, respira, huevón, respira que te “vai” a morir si seguís así.

La linterna ahora alumbraba un mínimo inútil para hacer nada.

Dominando el miedo, acercó la cara a la nariz de Pato e intentó sentir su respiración. Se sentía aún levemente. Estaba en eso, cuando dejó de respirar, suavemente, como si no pasara nada. Casi por instinto, le apretó el pecho rítmicamente, tratando de hacerle volver la respiración. Intentó tomar el pulso, pero el pánico le impedía hacerlo. Volvió a golpear el pecho de Pato, cada vez más fuerte. Luego, comenzó a llorar despacio, muy despacio y se dejó caer sobre el saco de dormir. Sus sollozos eran lo único que se escuchaba dentro de la carpa, mientras fuera seguía el ruido de algo arrastrándose. Siguió llorando así hasta que apareció la primera luz del día.

Pato estaba pálido y sin movimiento alguno. Cecilia se levantó y salió de la carpa, corriendo hacia el camino.

Escuchó el ruido de un vehículo y comenzó a gritar, histérica, cayéndose en la berma.

Las voces se acercaron.

- Allí está. Está botada en la berma. ¡Ella es la que gritaba!
- Señorita, ¿Qué le pasa?
- A ver, acostémosla aquí. Démosle aire.
- Señorita, ¿me escucha?, ¿me escucha?
- Dale aire.

Abrió los ojos y vio dos rostros chilotes. Más allá, estacionada una vieja camioneta.

- ¿Señorita, cómo se siente?
- Por favor, la carpa, mi amigo está mal, ayúdenlo.
- La carpa allá, Miguelito. Vamos a ver.
- Quédese aquí, no se levante señorita.

Caminaron hasta la carpa. Se escuchó la voz de uno de ellos, alterada:

- ¡Miguelito, mira, mira!
- ¿Qué pasa? … ¡Chu…!, esto jué un basilisco. – La voz temblaba.
- Vamos a la carpa. Ojalá no lo haya mirado el joven.

Entraron. Miraron a Pato, rígido en su saco.

- ¡Chu!, pa’ mi que está muerto compadre. Mírelo.
- Ta’ tieso. Fijo que miró al basilisco. Fijo. Ahora está sonado. Vamos, saquémoslo juera’el saco.

Salieron de la carpa arrastrando el cuerpo. Uno se quedó a su lado y el otro fue donde Cecilia.

- Señorita, ¿pasó algo en la noche?
- Pato salió a arreglar la carpa. Después se sintió mal, cada vez peor.
- ¿Pasó algo fuera de la carpa, señorita?
- No sé. Yo escuché algo que se arrastraba. Pato dijo que vio una gallina detrás de a carpa. Pero con el viento y la lluvia que había, ¿cómo iba a haber una gallina? Sería una ilusión.
- Voy a ver a su amigo.
- ¿Cómo está?
- Mal, muy mal.
- ¿Muerto?
- Voy a ver.
- ¿Qué pasó? ¿Qué le pasó? – La pregunta terminó en tono agudo y lloroso.
- Creo que había un basilisco por aquí, y su amigo lo miró. Eso mata, señorita, eso mata.
- ¿Un basilisco?
- Un ser muy malo, muy malo, señorita, mitad culebra, mitad gallo colorado, que mata con solo mirar. Usted sabe que vive debajo de las casas y le sorbe el aliento y la flema a los habitantes hasta que se mueren. No más que los brujos pueden matarlo a él. Y no hay que mirarlo. Si lo miran, mata.

Un leve vapor subía desde el suelo que tocaban los rayos del sol.

- Miguelito, ven. El joven está muerto. Ven.

Cecilia gritó y volvió a gritar.

El sol seguía iluminando y secando los árboles y el suelo.



FIN

La Florida, Santiago de Chile, Abril de 2002

  Tenía pelo dorado Cuento por Carlos Anriquez Quiero encontrarla nuevamente. Por eso durante varios fines de semana, he caminado en una y o...